Aquel día, muy a mi pesar, me desperté en el mismo lugar. Aquella habitación me parecía tan fría que las sábanas, la colcha y las tres mantas que me tapaban parecían ser de hielo. La mañana trascurrió como todas. Enfermeras que entraban a cambiarme los goteros, amigos y familiares que venían a verme, mi marido deambulando por la habitación…
Yo, sin embargo, no tenía las mismas sensaciones de siempre. Desde que hice el primer vano intento de abrir mis ojos y pude sentir la mano de mi marido sobre la mía algo recorrió mi cuerpo. Fue una sensación de dolor increíble. Me quedé en blanco durante unos segundos, pero rápidamente una idea me vino a la cabeza: “Yo no me siento así, sino todo lo contrario, hoy me siento muy tranquila. No siento emociones de ningún tipo por dentro, diría que es tan sólo paz”. A pesar de eso, hasta que él no me soltó la mano no dejé de notar esa desesperación en mi alma.
No fue el único que me hizo estremecer el cuerpo ese día. Mi ex marido, el padre de mis hijos, al que adoro, mis hermanas, mis amigos, mis hijas e incluso, en la distancia que nos separaba, mi hijo. La preocupación llenaba cada segundo de sus días y, al verme aquel lunes, todos parecían percibir algo muy distinto a lo que yo estaba sintiendo. Era mi calma frente a sus miedos.
Cuando empezó a caer la noche, y tras aquel largo día de emociones encontradas, fue cuando lo entendí. Mi vida se estaba acabando y todos podían verlo en mi cuerpo, en mi rostro, en mi falta de luz, esa que poco a poco se había ido apagando.
En cuestión de segundos vi pasar mi vida por delante de mis ojos. No estaba segura de haber hecho todo lo que quería, no estaba segura de haber demostrado todo lo que siento, de haber dicho te quiero las veces necesarias, no estaba segura de nada. ¿Era realmente ese mi momento? Entre el colapso de pensamientos me di cuenta de que andaba divagando en pensamientos que normalmente tiene la persona que se queda, que sigue viviendo en el mundo terrenal… No, ¡para!, me dije. Estábamos equivocados, pues si soy yo la que me voy, la que ya no va a estar más aquí, seré yo la que tenga que tener claro que me voy feliz y en paz, pues ya no importa el cuándo sino el qué. ¿He terminado mi misión en esta vida? Si me encontraba a las puertas del cielo debía ser porque la respuesta era sí.
Cuando mis ideas se asentaron dentro de mi cabeza me di cuenta de que aún me quedaba lo más importante, sentí desde aquel mismo instante que me quedaba el tiempo justo para cumplir mi última voluntad. Eso fue lo que hice. Aún no sé cómo, pero sin darme cuenta empecé a volar a través de las nubes y entonces…
…vi a mi marido dando una de esas breves cabezadas que daba cuando el cansancio no hacía más que ganarle la batalla. Cuántas horas lleva simplemente mirándome, tan sólo pidiéndole a Dios que no me apartase de su lado. Ha sido tan bonito nuestro amor, es tan grande la capacidad que tiene para hacerme sentir la persona más amada del mundo, que no me bastará la eternidad para agradecérselo. Le pedí que fuese fuerte, que se apoyara, no sólo en su familia, sino también en la mía, a la que él ya pertenece desde hace mucho, y donde todos lo quieren con pasión. Le di las gracias por haberme hecho tan feliz, por haberme enseñado que los sueños se pueden cumplir, por querer y mimar a mis hijos como si se tratase de los suyos, por haberme inundado de sorpresas, de romanticismo, por soportar mis manías y por aplaudir mis logros. Le di las gracias por entregarme el amor más sincero del mundo. Le besé en los labios, me acerqué al oído a susurrarle… “idem”… y…
…me vi sentada al lado del que un día fue mi esposo, allí en nuestra cama, reviví todos los momentos felices que me hizo sentir. Le pedí que fuese fuerte y que siguiese siendo el mismo gran hombre que siempre ha sido. Le di mil veces las gracias por haberme dedicado más de la mitad de su vida, por haberme dados tres hijos maravillosos, por haber sido el mejor padre del mundo, por regalarme cada nueve de noviembre un ramito de violetas… Lo colmé de besos y al abrazarlo…
…aparecí justo en la habitación de al lado donde estaba mi pequeño tesoro, mi niña pequeña…¡cuánto voy a echar de menos tus besitos en la frente!… Le toqué su precioso pelo rubio y le pedí que no dejara nunca de pensarme. Le dije: yo estaré siempre a tu lado, siempre que tengas una duda, siempre que necesites un consejo, siempre que te enfades con papi y siempre que necesites recordar que él, como todos, sólo queremos tu bien, siempre, mi chatita, siempre… Le di las gracias por haber llenado de luz mis días, por volver a dar sentido a mi vida con la suya, por ser tan especial y cariñosa, por ser como es, un reflejo de todo lo que soy yo. Tumbé mi cabeza sobre pecho y…
…me vi junto a mis hermanas. Era como si las tres hubiésemos volado juntas para abrazarnos al unísono para despedirme antes de partir en mi largo viaje. Estaban medio dormidas, las podía ver perfectamente e incluso, como me había pasado con mi hija, pude tocarles el pelo, volver a sentir la suavidad de sus manos, el calor de sus cuerpos… Les pedí que encontraran la paz en sus corazones, que dejasen de sufrir por mí, por su hermana pequeña, pues yo necesitaba descansar, necesitaba dejar este mundo para encontrar mi propia calma. Les pedí perdón por marcarlas con mi ausencia. Antes de decirles adiós les agradecí cada uno de esos momentos en los que me hicieron rabiar de pequeña, cada vez que me riñeron e intentaron hacerme comprender que mi rebeldía era en vano, cada vez que me abrazaron, cada beso que me dieron y, como no, cada uno de esos bailes y esas risas que hemos sentido, vivido y disfrutado en cada fiesta. Este abrazo fue de los más intensos que pude sentir, tal vez, porque llevaba el doble de amor y…
…no podía creérmelo, mi hijo, mi niño. ¡Bendito momento el de tu nacimiento! Mi primer hijo, uno de los momentos más importantes de mi vida. Siempre me pareció el niño más inteligente del planeta. Le pedí que fuese fuerte, tenía que saber que el vínculo tan intenso que nos había unido durante toda la vida no podría ser roto por la eternidad, pues él, mejor que muchos de nosotros, entiende perfectamente lo infinito de nuestras almas, la conexión eterna de nuestras energías… Le di las gracias por llenar cada día nuestra casa de carcajadas con sus ocurrencias, por haberme reñido mil veces en su intento de que viese lo fácil que era simplemente vivir. “Fui yo la que le pedí a Dios que tuvieses como último recuerdo esa cara resplandeciente que por suerte heredaste de mí”. Lo abracé sintiendo que podía partir su alma de la intensidad del amor que desprendí en él y…
…fue increíble llegar allí y verla, como no, frente a su ordenador. Aún no se había quitado la ropa del trabajo, pero allí estaba sin parar de teclear, como si la vida se le fuese en ello… Reconozco que nunca tuve el placer de ver cómo escribía, pero me recordó mucho a los momentos en los que ponía todo su empeño y concentración en estudiar. No se podía hacer ningún ruido y le molestaba enormemente que le hablase. Pensé que debía esperar a que terminase para decirle todo aquello que quería. Mientas tanto, leí las frases que había escrito esa noche en su página: “Martes 13, perfecto día para hacer cualquier cosa que nos apetezca”. Sonreí al pensar que, como ella misma diría, eso debía ser una señal. La miré, siempre me gustó mirar profundamente a mis hijos y ellos siempre se enfadaron por ello. Pero en ese momento me lo podía permitir, lo había hecho minutos antes con sus hermanos y ahora no iba a perder la oportunidad con ella. Siempre me sorprendió la forma que tuvo de enfrentarse al mundo y siempre pensé que no estuve a la altura de sus aprendizajes… pensé que me quedaban grandes y es ahora cuando comprendo lo sencillos que eran. Ante tal certeza me dije con sus propias palabras: Es magia… Fui leyendo lo que escribía y, al descubrir que no eran otra cosa que decenas de recuerdos que tenía conmigo, fui reviviéndolos y, de nuevo, toda mi vida pasó por delante. Pude ver al resto de mi familia, a mis tíos, a mis primos, a sus hijos y, como no, a mis amigos, mi amiga del alma… Tantas personas que siempre han estado, que ni la distancia más grande, ni los inconvenientes de cualquier relación, ni el tiempo, ni los rencores han podido borrar el amor sincero que siempre hemos sentido. Me sentí muy afortunada de haberlos tenido en mi vida, de haber formado parte de la suya. Me entristeció pensar en si realmente mis pensamientos, fluyendo por todo el Universo, estarían llegando a todas esas personas que era capaz de ver y sentir, a pesar de ser totalmente consciente de que seguía en aquella fría habitación de hospital.
Entre mi nube de emociones vi a mi hija tomar aire, supongo que intentando poner esa última frase que siempre hace que sus artículos rocen ese perfeccionismo que tanto la han caracterizado desde muy pequeña. Me acerqué a ella y, sin dejar de maravillarme de la luz de su sonrisa al pensarme, le pedí que no la perdiese nunca, que recordase que esa era su mayor virtud: la de iluminar al mundo con su sonriente cara, la de contagiar a todos con todo aquello que su enorme corazón era capaz de sentir. Le rogué que fuese fuerte, que se uniese a sus hermanos de tal manera que ninguno sintiese nunca mi falta, mi ausencia. Le di las gracias por haber estado siempre a mi lado, por haberme apoyado en las decisiones que tanto trabajo me costaron tomar, por haber perdonado los errores que toda madre comete ante aquello que desconoce y teme por el bienestar de sus hijos. Le volví a repetir la frase que rondaba por su cabeza: Estoy muy orgullosa de ti, chata. Le di un beso en la mejilla y cuando puso el punto final a su artículo….
…. noté como mi ser se expandía en todas direcciones, como la oscuridad de la noche se convertía en una luz intensa que penetraba en cada uno de mis sentidos multiplicando su poder por el infinito, escuchando el bombeo de mi alma, sintiendo la suavidad de mi energía, el sabor de la felicidad y el olor a vida más maravilloso de toda mi existencia. Al fin, después de poco más de medio siglo, había encontrado aquello que llevaba tantos años buscando, aquello me hizo perder tantas veces la cordura, el aliento e incluso las ganas de seguir viviendo. Al fin, después de tanto buscar, y cuando ya me había rendido ante sus pies, el amor más grande, puro e inmenso del mundo inundó toda mi alma. Aquella poesía que años atrás escribí voló por mi mente…
…. “Quiero llegar más allá,
quiero traspasar
todo este mundo
de miedos e hipocresías,
pues dicen mis fantasías
que lo que yo ando buscando
allá me está esperando”.
El mayor regalo que me llevo es haberos escuchado contar lo que aquel maravilloso martes trece conseguí haceros sentir cuando estuve a vuestro lado. Y ahora debéis saber que allí seguiré… a vuestro lado, siempre a vuestro lado.
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